Luis Thonis | Incidencias Actuales De Los Ángeles*

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Durero «Melancolía»

 



San Ireneo —fundador de la teología cristiana y un de los primeros en defender el dogma del Dios uno y trino contra el maniqueo Marción, para quien había dos dioses, uno malo y otro bueno— negó que los ángeles hubiesen contribuido a la creación del hombre. Dijo que eran inmortales y advirtió sobre su comercio con mujeres. Varias veces en su obra aparece la palabra recapitulación: con el sentido de abrazar varias cosas en una, renovar, como Cristo, que «recapituló a los hombres.»

Yo no lo haré con los ángeles. Apenas recorreré algunas de sus incidencias.

A lo largo de una sinuosa historia —que germina en la teología, vibra en la poesía y prolifera en la pintura— por lo menos dos movimientos imbricados han concernido a los ángeles: uno, descendente, la separación de su morada —el Cielo—; el otro, vertical o paralelo, el encuentro regenerador, extático, traumático y revelador, por el cual ya nada será como antes y en el cual resuena la etimología griega de heraldo y mensajero (ángelos).

No sé de ángeles más discretos y delicados que los de John Donne. Su poema Aire y Ángeles despunta con este atisbo: «Twice or Thrice had I loved thee / Before I knew thy face or name» (Te he amado dos o tres veces, antes de conocer tu rostro o nombre). Esta comprobación a pleno aire habla de ángeles a medio descendimiento que reflejan signos de connotaciones astrales: el amor que reflejan las miradas estaba escrito en una estrella, y los ángeles son guardianes de un culto que el poema quisiera extender a todos los seres.

Un paso más y damos con la visión mística de Swedenborg, que asegura que un hombre y una mujer que se hayan amado en la Tierra serán un ángel único en el Cielo. No lo será ese ser que no haya hecho nada, es decir, no haya pecado. Dios no le dirá nada ni le hará nada: llevará en el cielo una existencia tan tediosa como en la tierra.

Hay alas solícitas de seguro alertarán a más de un realista, y no sin motivo. Los ángeles de Donne anexan desde afuera loved y beloved, y son apacibles reflejos de un aire puro y envolvente, su «esfera.» El amor, en su caso, es un culto aislado de confrontación con las tensiones de un mundo que constituiría su verdadera prueba. Y el ángel además de mensajero es a veces el nombre de una prueba.

A muchos la sola mención de los ángeles los pone en guardia. Sospechan que se trata de algo propicio a la mojigatería, la evasión o la charlatanería. Hay un reproche canónico: la acusación de bizantinismo a las discusiones sobre el «sexo de los ángeles», asimiladas a los planteos de quien se pusiera a hacer hipótesis sobre navegación mientras el barco se hunde.

Lo cierto es que estas discusiones, llevadas a fondo, han situado interrogantes acerca de la concepción y la reproducción, que hoy alcanzan al goce femenino, la androginia y la transexualidad. No voy a tratarlos aquí: sólo diré que la novela y la poesía no dejan de tomar posición sobre el asunto.

Con los ángeles ocurre lo que con cualquier otro tópico que sea objeto de degradación o simplificación empecinada.

Se recordará, a su vez, que los ángeles no existen. Pero que no tengan referencia objetiva nada dice respecto del significado que puedan guardar en tal o cual enunciado, en tal o cual proposición, o en poemas, sinfonías o cuadros. Y mucho menos el hecho de que no existan informa acerca de su relación con el objeto del deseo.

Se la tome en serio o en jauja, la «historieta» de la redención acontece nada menos que entre dos ángeles, el de la perdición y el de la anunciación, y entre dos mujeres, Eva y María. El Ángel de la Anunciación en el Nuevo Testamento le declara a la Virgen: «O Kirios meta sou» (El señor está contigo). Por una palabra que no tiene su causa en el vientre, y que perturbaba la naturaleza de la genealogía, ella no puede asimilarse a la Mujer —el gran Todo, es decir, a la Gran Madre, común a las idolatrías en las que el verbo es algo secundario. Ella es «hija de su hijo», como no deja de recordarlo Dante.

Cuestión que tiene una vertiente matemática: San Pablo enuncia cuán ínfimo es el pecado original en comparación con la gracia recibida. Esto remite a otra lógica, la de Duns Escoto con su articulación de la infinitud, que será descubierta retrospectivamente por Georges Cantor, hacedor de los números transfinitos.

Pienso ahora en una referencia cultural centrada: Il Sogno de Miguel Ángel que presenta a un joven acechado por todos los pecados capitales y a quien la trompeta punzante de un ángel mantiene en perpetuo despertar. Otra, ineludible, está en los sonetos de Shakespeare y concierne a la decepcionada sinécdoque entre la mujer y el ángel: ella, ciertamente, en tanto oscura dama de los sonetos es una de las «fairest creatures» de los encomios de inicio, pero luego va adquiriendo los matices de lo negro y lo infernal, que llevan al poeta -cuando se le muestra como el reverso de lo que ha jurado- a multiplicar sus invectivas: «For I have sworn thee fair, and thought thee bright / Who art as black as hell, as dark as night» (Soneto CXLVII). El soneto CXLIV, tan excepcional como controvertido, ocurre en un canje de ángeles. El amante no sabe cuál habrá de arrancarlo de su infierno: «I guess one angel in another's hell.»

Fue Kierkegaard quien argumentó que la mujer está constituida como una broma. Lo que no dice es cuál es el momento de la sanción: un chiste es un chiste cuando es considerado tal. Con el ángel sucede algo análogo: no puede ser tomado al pie de la letra. Lo inquietante palpita, irrumpe, cuando uno se pregunta por las figuras y los tropos de su desplazamiento. Sus posibles metáforas.

Si los ángeles han pasado de una lengua a otra, coexistido con el malestar de la cultura y visitado diversas tradiciones estéticas, es porque lo real —en tanto retorno de lo reprimido, aun en un lapsus— excede la representación, su delicado y perezoso equilibrio.

Citaré a tres autores que nos sitúan en tres lenguas y tres tradiciones culturales, que sus escritos excentran.

En el capítulo V de Sartor Resartus, Thomas Carlyle se refiere al único amor de su biografiado, el vulnerable profesor Teufelsdröckh. Este, representante de las aporías del romanticismo, retomadas con cáustico humor por el autor, asimilaba en su juventud, cuenta, a las mujeres con seres celestiales. Su imaginación les confería el plumaje de los ángeles. No hay adolescente bien provisto, asegura Carlyle, que no sueñe una Eva y un Edén correlativos. Narra Carlyle la historia del excéntrico profesor con Blumine, su Reina de Corazones y Mensajera del Cielo —«The Heavens Messenger! All Heavens blessings be hers!»— y la diferencia de esos ángeles celestiales, que son las mujeres, por cuyas venas circula poco fuego. El profesor no sabrá encenderlo. Blumine quería a un hombre de genio que suspirara por ella; él lo hacía, antes de conocer su existencia. Un toque de serafín los empuja al momento del beso. La orgullosa timidez de Teufelsdröckh y las convenciones sociales favorecen la separación. Blumine, previsiblemente, se casará con un hombre más concreto y de mejor situación. El pensador muy tarde se dará cuenta de que estuvo próximo al mismo Edén que soñaba y apenas se percató de ello.

En su poema Reversibilidad, Charles Baudelaire extiende esta sobria interrogación retórica: «Ange Plein de gaîté, connaissez-vous l'angoisse / la honte, les remords, les sanglots, les ennuis, Et les vagues terreurs de ces affreuses nuits / Qui compriment le coeur comme un papier qu'on froisse?» Ni el odio, ni los remordimientos, ni la fiebre, ni los muros del hospital o el miedo a la vejez parecen reflejarse en el ángel. No hay esa posible reversibilidad de esferas que se infiere en Donne, y no hay comunicación con los ángeles. Baudelaire es católico y ortodoxo en este punto, y considera que los ángeles no pueden acceder a las penurias o los secretos del corazón. En Baudelaire, el ángel no es el ser que pueda dar la medida del horror o identificarse, como en Rilke, fuera de la jerarquía de su descendimiento, a una criatura cómicamente siniestra.

En las Elegías del Duino, el poeta toma el punto de vista de un ángel ciego, que vacila entre el arrebato y el aniquilamiento: «Wer, wenn ich schriee, hörte mich denn, aus der Engel Ordnungen?» La pregunta: «¿Quién, si gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles?» tiene una equívoca respuesta: el desvanecimiento del poeta —y de la misma palabra— ante su presencia poderosísima. Los ángeles responden a los designios inextricables de un dios que Rilke ha dejado de concebir como cristiano.

Es un dador de una gracia restringida, inaccesible al sentido común o la religión tradicional. En su ensayo Puppen («Muñecas»), Rilke, con cierta afinidad con Kleist, constata no sin horror que las marionetas han adquirido una vida independiente: asegura que el odio es parte de nuestras relaciones con ellas. Implícita está la analogía con el ángel. En las Elegías hay una reversibilidad entre el poeta —y Rilke insiste en esta denominación porque considera que explora una zona riesgosa para el hombre común— y las marionetas. Ambos danzan en lo desconocido. Los ángeles parecen saber en demasía, pero pertenecen a una zona invisible, situada fuera del lenguaje. Sólo el canto —la elegía— puede intersectarlos, con el riesgo de ser despedazado como Orfeo. La vía de Rilke es órfica, extraña a la redención que Baudelaire ofrece a la heredera de su obra, la pecadora de su poema Alegoría. Rilke excluye lo femenino.

Su obra quiere confundirse con lo invisible, y, si hay un descenso del ángel, será sólo para extirpar despojos: «Engel und Puppe: dann ist endlich Schauspiel» («Ángel y marioneta: al fin es Comedia»).

Estos recorridos registran diversas flexiones del ángel en tradiciones trabajadas por un soporte teológico o estéticas diferentes: el puritanismo —calvinismo— de Carlyle, el catolicismo de Baudelaire, el orfismo de Rilke.

A veces, el ángel se asimila al «hacer» del enunciado que tiene el obrar del mismo mensajero como su modelo. Algo que se infiere de la exégesis del tratado Chabat, que Emmanuel Levinas hace en su Quatre Lectures Talmudiques. El tratado del Talmud parte de una lectura del Éxodo: «Cuando los israelitas se comprometieron a hacer antes que a entender, seiscientos mil ángeles descendieron y ataron a cada israelita dos coronas, una para el hacer, otra para el entender. Desde que Israel hubo pecado, un millón doscientos mil ángeles exterminadores descendieron y se llevaron las coronas porque fue dicho —Éxodo, 33, 6—: 'Los niños de Israel renunciarán a sus adornos a partir del monte Horeb'.» Levinas relaciona este castigo de los ángeles exterminadores con la tentación de las tentaciones: el saber, común al faustismo occidental. Por medio de los ángeles, Dios le pide a su tribu obrar como ellos y no paralizarse en lo reflexivo. Levinas se empeña en explicar cómo eso poco tiene que ver con la oposición del bien con el mal, con la ingenuidad o con la inocencia, pero no llega a justificar por qué la cantidad de ángeles dadivosos se dobla en ángeles exterminadores. Acaso porque al pueblo de la Biblia le es necesario un renunciamiento: a Moisés no se le quitan ni añaden coronas. Cualquiera sea la interpretación de la escena, ésta remite a una alianza, incesantemente renovada, entre Dios y la tribu.

En los Cantos de Maldoror abundan los ángeles actores. Engendran escenas con quien escribe —«Lautréamont»— que es también espectador y actor: el pseudónimo de Ducasse no siempre coincide con su personaje Maldoror. Sus ángeles poco tienen que ver con el Dios de los patriarcas o los filósofos, pero sí con un dios negro de folletín romántico que invierte, traspone, desplaza la dupla tradicional bien/mal hacia sentidos imprevisibles. Cada ángel deja su impronta en Maldoror, cuyo objetivo es una perpetua lucha contra ese Creador y su producto, el hombre.

Un extraño combate tiene lugar en una iglesia, después de que Maldoror ha celebrado su himno a las matemáticas, asegurando que «sus modestas pirámides durarán más que las pirámides de Egipto, hormigueros elevados por la estupidez y la esclavitud.»

Ellas le han aportado a su espíritu una «frialdad excesiva, una prudencia consumada»: en su infierno o paraíso ocupan el lugar que en Dante tiene la teología como «pan de los ángeles.» En la iglesia, Maldoror combate contra un ángel, que, ante su decisión, comienza a perder energía. Cuando le tuerce el cuello, el ángel se va tornando negro como el carbón: despide miasmas pútridos y su cuerpo se convierte en «una inmensa llaga inmunda.»

El mismo Maldoror termina por asustarse y huye de la iglesia. Afuera atisba una forma negruzca. Le llega el olor de alas quemadas que levantan vuelo. El ascenso los cruza en el encuentro de una mirada «que los unió en amistad eterna» y en la que se espejan: el ángel sube a las alturas del Bien, Maldoror «desciende a los abismos vertiginosos del Mal.»

Lautréamont transforma la concepción tomista del ángel como sustancia simple: hay un interior del ángel envuelto en miasma y podredumbre. Pero no se queda en la mera inversión. Su humor va más lejos: precisamente cuando retorna a la concepción tradicional «el ángel va hacia el bien, Maldoror se queda en el mal- con cierta duda irónica: se extraña de que «el Creador pueda tener misioneros de alma tan noble», y por un momento cree haberse engañado, preguntándose si debió seguir la ruta del mal.

A inicios del Canto III, recordará a los seres que forman parte del horizonte encantado de su juventud, cuando un recuerdo de infancia se entremezcla con seres que pertenecen al arte y la ficción: «Recordemos los nombres de esos seres imaginarios, de naturaleza angelical, que mi pluma, desde su segundo canto, ha extraído de un cerebro que brilla con un fulgor emanado de ellos mismos. Mueren desde su nacimiento, como esas chispas que, por su rápida desaparición, el ojo apenas puede seguir sobre el papel ardiendo. Leman!.. Longherin*!... Lomano!... Hozler!.»

Otro ángel es objeto en los Cantos de una versión grotesca: el «ver luisant», la luciérnaga del Canto I, que evoca la del Apocalipsis [18, 21] que arroja una gran piedra sobre la Prostituta que simboliza Babilonia. La diferencia con el texto bíblico es que Maldoror aplasta la luciérnaga y se apiada de la prostituta, ya exculpada al ser presentada elegantemente como una bella mujer desnuda. El Canto comienza con este anuncio: «Yo hice un pacto con la prostitución a fin de sembrar el desorden en las familias.»

Lautréamont nunca deja de traficar con símbolos católicos o bíblicos, pero en ningún momento el Apocalipsis aparece referido o aludido. Se diría que «castiga» la orientación del texto sagrado para exponer su concepción de la caridad.

Su humor negro reside en tener más piedad por la luciérnaga que por el Creador, que luego aparecerá en la figura de un borracho. Al no haber menciones directas del Apocalipsis, es lícito preguntarse si es parodia, algo que hoy se juzga el único modo de dialogar con otro texto, a veces imponiéndola a la fuerza. En este autor no es posible asimilar en un mismo plano enunciativo imitación y parodia, cita y plagio, transposición y amplificación. Esos aspectos coexisten mediante una transposición condensada, pero nunca se declaran: y así su humor le escapa a todo voluntarismo gracioso.

Un ángel descendente aparece al final del Canto Tercero. Tanto viene a tierra que aparece en un lupanar que antes «había sido convento», y donde pululan unas monjas que lavan sus cabellos con escupitajos. La historia es narrada por un cabello que el ángel ha dejado en el lecho donde hubo lujuria. El cabello se queja de que su dueño lo haya olvidado, luego de haberse envuelto en abrazo con la mujer, y explica que se desprendió porque sus raíces se debilitaron en el momento del coito. Cuenta algo más: que el ángel quiso arrancarle los músculos a la mujer, pero «como era mujer la perdonó» y se contentó con hacer pasar a alguien de su mismo sexo, al que termina por desollar vivo. A partir del relato que hace el cabello abandonado, Maldoror y quien lee descubren que ese ángel no es sino el mismo Creador que se ha hecho una escapada al bajo mundo para tirarse una cana: al partir, a su rostro lo humedecen una gota de esperma y una gota de sangre.

El mismo Satán usuprando el lugar de Dios que se manifiesta escandalizado al enterarse de tanta crueldad, y piensa que lo suyo ha sido una ligera rebeldía en comparación con los actos que culminan con una confesión por parte del omnipotente ángel sexuado: «Soy el Gran Todo, y, sin embargo, permanezco inferior a los hombres que he creado con un puñado de arena.» El mismo Creador se encarga de formular el interrogante que flota en las súbitas transiciones morales de los Cantos.

Como en Sade, se atisba la identidad de la perversión y de la ley: «¿Cómo los hombres van a obedecer estas leyes severas, si es el legislador mismo el primero que se niega a ceñirse a ellas?.» El Creador ha decidido recuperar su cabello: luego de una larga exposición en el burdel, por la que lo instruye sobre cómo miente a los hombres con la plena satisfacción de éstos, el Creador y su creación, el cabello, se abrazan como dos viejos amigos. Y el humor de Lautréamont alcanza su clímax.

El «infantilismo» que se le suele atribuir se explica porque para Lautréamont, Dios está tan vivo como un padre terrible: a diferencia de la histérica, que se esmera en probar que todo padre es impotente, juega con él, y lo convierte en un actor de guiñol. Por eso Lautréamont está en las antípodas de los totalitarismos que también animan al Uno fuera de toda lógica, como viviente, con una política perversa del padre que finalmente quisiera escribirlo «todo» y que deriva necesariamente en terror.

El autor de los Cantos lucha contra el Gran Todo, esa ilusión que en sus nombres emerge como sinonimia del horror. De ahí la singularidad de un escrito que no puede cuantificarse ni traducirse a lo social, quedando «condenado» a una perpetua ilegibilidad.

La poesía de W. H. Auden le ha encontrado una nueva resonancia a la palabra caridad (charity) en sus primeros libros, recientemente traducidos por Rolando Costa Picazo, quien refiere el encuentro del poeta con Dios, a fines de los años treinta en Nueva York: «Estaba viendo una película alemana que resultó ser propaganda nazi. Aparecieron unos polacos en la pantalla, y Auden se espantó al oír que algunos espectadores gritaban: 'Mátenlos'. Sintió tanto terror ante la negación de todo valor humano que se refugió en una iglesia.»

En su poema The Creatures no trata de ángeles sino de su ausencia. El amor y el odio al oponerse tan perfectamente se han vuelto indiferenciados, y ahora no son sino los guías de «todos los reformadores y todos los tiranos.»

Está la amenaza de perder la visión y la huella de la criatura, cuyo representante por excelencia es Jesús.

En un poema de los años treinta se enuncia la irrupción de una nueva soberbia —que le hará descubrir a Wallace Stevens en su Esthétique du mal que el mismo demonio ha sido asesinado por una mano anónima, sin firma—; ésta tiene ahora el rostro de una fatua y calculada humildad, propensa a la demagogia, y es tanta que para Auden hay que extraer no de ella sino del mismo orgullo la caridad, no la predicada sino la ejercida en actos concretos, no necesariamente públicos.

El universo poético de Auden, atento a las coincidencias diabólicas que se urden en la época de los fascismos, no puede realizarse ni en Edén ni en Utopía: es imposible reencontrar el Paraíso; y la Revolución, por definición finita, no es el sustituto apropiado. En su poema Oxford esa caridad preservada por el orgullo palpita en todo un orden de criatura; también se hace referencia a un pecado gravísimo para algunos teólogos, la acidia o incredulidad voluntaria.

En la ciudad ruidosa donde los minerales «desafían a los exaltados estudiantes con su belleza irreflexiva», los ángeles, solitarios y desfallecientes como otras tantas criaturas en deriva, lloran: «And over the talkative city like any other / Weep the non-attached angels.» Estos ángeles ya no están sujetos a un orden celestial o teológico. No portan ningún mensaje. Están solos y sus sollozos dicen que también desean ser escuchados. Pertenecen a la poesía y propician un «encuentro fértil con la muerte», reivindicado por Georges Steiner ante la barbarie política y la servidumbre tecnocrática. Así se lee en Oxford: «Aquí también el conocimiento de la muerte / es amor que consume.»

Esta poética resiste la incredulidad voluntaria o acidia, pero también el extremado voluntarismo de una sola fides, esa fe sin caridad ni solidaridad que para Pier Paolo Pasolini desemboca en el fascismo y el stalinismo. Precisamente Pasolini, en su libro El Testament Coran (1947-52), con júbilo erótico asemeja los ragazzi a los ángeles: «Alleluja, alleluja, alleluja / Chi sente la voce degli Angeli / E chi sa il tormento di un povero? / Chi sente il canto degli Angeli? / E chi sa il mio nome: Chino Canor? Chi crede negli Angeli.» Algo que resultará trágicamente paradójico: uno de esos ángeles habrá de asesinarlo.

En su ensayo sobre Duns Escoto, Hannah Arendt habla de una «primacía del querer», a la cual distingue de la preeminencia que el intelecto tiene en Santo Tomás. Esta primacía del querer es tanta que puede resultar en que el hombre llegue a «hate God and find satisfaction in such hatred», pues una delectatio acompaña tal volición.

Dudoso comienza a resultar que todos los hombres quieran ser felices, que tengan como meta la eudaimonía —esa felicidad de Aristóteles, común al objetivo de la polis, retomada por Santo Tomás para una ciudad de Dios—, aunque tampoco es seguro que quieran ser desdichados. Prefigurado quedaba el interrogante freudiano, todavía abierto, acerca de la destrucción en la pulsión: cómo el deseo puede querer su propia muerte.

Escoto distingue dos clases de querer: el natural (ut natura), referido a necesidades e inclinaciones, y el inspirado en la razón (ut libera) o querer propiamente dicho, no determinado ni determinable, conectado con la infinitud, y con completa independencia de las cosas. Escribe: «In potestate voluntatis nostrae es habere nolle et velle, quae sunt contraria, respectu unius objecti.»

Un querer o no querer, respecto de un mismo objeto, que posibilita —argumenta Arendt— elegir entre cosas diferentes o revocar la elección que ha sido hecha. Este querer, por libre, puede estar suspendido y volverse «indiferente.» Supone otra elección y en algunos casos la habilidad del sujeto para sortear una coercitiva determinación exterior.

El querer, singularizado, puede ser un lugar de trascendencia: «voluntas trascendit omne creatum.» Una pluralidad de causas —distinta de la cadena de causación de los seres de Aristóteles— engendra la textura de la realidad humana. En Escoto, la necesidad y la libertad no tienden como en Hegel a su momento diferido y sintético, sino que pertenecen a distintos órdenes.

Esa primacía del querer no deriva en un voluntarismo. Responde a la misma concepción escotista de la redención. Algo que Arendt, acaso por su tradición, soslaya, especialmente en cuanto al lugar que tuvieron las teorías de Escoto en el dogma de la Inmaculada Concepción, recién establecido en 1849 por Pío IX. Tal vez porque el lugar que ocupa la Virgen —y esos dos ángeles, porque aquí bastan dos— no entra en la mira de la filosofía que suele eludir la economía del goce.

Decisivamente influirán las teorías de Duns Escoto en la última etapa de la obra de Gerard Manley Hopkins. Este servidor de la Compañía de Jesús, que había comenzado siendo admirador de The Prelude de Wordsworth y confeso discípulo de la estética de Pater, encontrará en los Ejercicios de Loyola y en Escoto sus referencias definitivas. En el luminoso estudio que dedica a su obra, Urs Von Balthasar cita sus palabras de 1887, cuando, al descubrir a Escoto, lo invade "una nueva ola de entusiasmo" porque ha reconocido un mismo pulso: «Precisamente, cuando captaba en mí alguna forma íntima (inscape) del cielo o del mar, pensaba en Escoto.»

La haecceitas escotista, en tanto «forma individual», hace eco con la singularidad (oneness) que para el poeta palpita en cada forma, y en la que ausculta y cifra la gloria de Dios. Hay que escuchar cómo en sus poemas suena la palabra wild, adjetivo aplicado a María en tramas nominativas —«World mothering air; air wild»— en un paisaje agreste o tormentoso. Su límite extremo serán las aguas encrespadas, estruendosas, que en el Naufragio del Deutschland representan y llaman a la venida de Cristo.

Sin transición, del alborozo al estrépito, transcurre en Hopkins la naturaleza. Es una pira que despide fuegos otoñales, más intensos que la diafanidad de la primavera: "la naturaleza es fuego heraclíteo y consuelo de la resurrección". En su ensayo sobre Proust, Walter Benjamin ha señalado que en su obra el sufrimiento responde a una experiencia y una travesía análogas a los Ejercicios de Loyola.

También en Hopkins podría constatarse. El hombre se asume como caído —«pedazo de arcilla, remiendo y viruta»— pero en él habita esa forma interna por la cual puede convertirse en «diamante indestructible» (inmortal diamond). Su concepción estético-teológica del inscape supone una interioridad de las cosas, la cual ilustra en sus exámenes de un jacinto o de la estructura de una hija de castaño. Si bien esta creencia en la interioridad de las cosas es lingüísticamente objetable, deslumbra en lo propiamente poético mediante contraposiciones diatónicas abruptas.

La concepción escotista de la adductio atrae a Hopkins: cómo un acontecimiento único del tiempo angélico puede coincidir con el tiempo cósmico.

Las palabras de Escoto, citadas por Urs Von Balthasar, sitúan a la mujer vestida de sol en el origen de una trama «excesiva» de la redención, la cual difiere de la versión tomista del pecado original: «Digo, pues, que ya antes de la encarnación y antes de que Abraham 'fuese', en el origen del mundo, pudo Cristo tener una verdadera existencia temporal en forma sacramental. Y si esto es así, se sigue que la eucaristía pudo haber sido antes que la concepción y la formación del cuerpo de Cristo en la purísima sangre de la bienaventurada Virgen.»

Para Escoto el pecado original no podía ser condición, ni ocasión, ni causa final de la redención. Objeta la necesidad del mismo, su versión condicional que hace de él una causa cuando se enuncia: si Adán no hubiera pecado, no habría habido redención. El de Adán fue un acto humano que debe ser redimido, y no la condición de la redención.

La aducción de Cristo y María en el mundo angélico hace de ella una corredentora. En la poesía de Hopkins, emerge en la naturaleza que brota entre lo salvaje y lo sobrenatural. Tiende a arrancar a los seres de su mismidad natural y abrir por la palabra el reconocimiento de lo singular, que no ha de confundirse con un himno en alabanza propia. El jesuita Hopkins nunca se alejará de los problemas concretos de los hombres: dirá que la mayor ofensa que pueden sufrir éstos es la desocupación. Explorará en la mismidad del semblante y del rostro humano un sí incoativo que vale por un suspiro: el intress y el inscape, lecturas estéticas de la naturaleza, se encuentran en su arte con la gracia.

Como sacerdote se ocupará de las almas. No pocas veces la tempestad visitará la suya. Esto es legible en esa resurrección en la muerte del Naufragio, uno de los poemas decisivos del siglo. O en Epitalamio, poema donde las rocas y las raíces danzan en el paisaje, y la espuma aflora mientras alguien, invisible, que no sabemos quién es, desciende por la ribera. El abajo se espeja en el arriba, las hojas descienden en olas como lanzadas a un lugar indeterminado desde la misma frescura de la sombra. Ni la tierra ni las raíces pueden ceñir las crecientes olas de hojas: «Rafts and rafts of flake-leaves, dealt so, painted on the aire, Hang as still as hawk or hawkmoth, as the stars or as the angels there. Like the thing that never knew the earth, never off roots.» Algo nunca conocido en la tierra, sin raíces y hacia lo cual la misma tierra tiende en su aire salvaje, y que remite a una "encarnación del símbolo en lo carnal", según Kathleen Raine.

Una «presencia real» que hay que diferenciar de la interpretación de Lutero, que ve en el sacramento sólo el signo —lo cual funda la hermenéutica— y que niega la presencia del cuerpo de Cristo en la eucaristía. El ángel de Hopkins no es otro que el figurado por el cernícalo, cuyo descenso no acontece en una verticalidad lineal sino en espiral abierta. Es precisamente en el momento límite de la tempestad, cuando afloran esas alas: alondra alada. Su mejor encarnación son las monjas del barco que se hunde, el Deutschland, que van al fondo del mar, mientras sus rezos, sin sujeción a la tierra, ascienden a ritmo de salto y vibran en una ola de gracia.

En la historia de la música el ángel está en vínculo con la vox celesti que la entona y estará en acorde con una estética que, pese a sus logros, es de corte autoritario por la segregación de la mujer.

En las iconografías del siglo XIV, la organización grave del canto gregoriano se hace en la schola cantorum, instituida por el llamado consul Dei, Gregorio I: se puede constatar en los intérpretes que la voz del ángel nunca está destinada a la mujer, no obstante su ductilidad para los tonos agudos. Meri Franco Lao —compositora ítalo-argentina, autora de la canción del filme La Ciudad de las Mujeres de Federico Fellini— rastrea estas pautas al indagar el lugar de la voz femenina en la música occidental. Refiriéndose a este siglo, escribe: «Por lo que nos transmiten las artes figurativas, que se despueblan de mujeres, se diría que la música es prerrogativa de los sacerdotes y de los ángeles.»

Por mucho tiempo el coro —y según la forzada interpretación del precepto paulino «mulieres in ecclesiis taceant»— queda confinado en sus tonos agudos a los pueri cantores. En la organización del bassus del canto gregoriano hay un borramiento logrado de la diferencia sexual.

En el siglo XVII, el Sacerdote Rojo, Vivaldi, propicia una vuelta sobre lo agudo, que incide en el vértigo barroco de las identidades. Aunque no está autorizada por la Iglesia, la mujer ya puede tener una voz y hasta una profesión artística: Vivaldi introduce en sus coros a una cantante francesa, y ella intercambia y «compite» en sus acordes con el apogeo de los emasculados, los castrados, que se deslizan hacia el travestismo: hay cierta rivalidad y no pocas inversiones de roles. Las mujeres a veces sustituyen a los castrados; ellos imitan a las mujeres. Hay argumentos —hasta tratados, incluso— que aducen que los castrados son superiores a las mujeres por motivos anatómicos y fisiológicos. El supuesto estado de gracia, la eterna infancia de los castrados es, se dice, un elemento decisivo en su performance artística. Es el dilema —formulado a medias por Diderot, admirador de los emasculados— de quién puede representar mejor la vox celesti de los ángeles: «!La fascinación y el amor, que son característicos de esta voz angélica, vierten en los sentidos y el corazón tal encanto que incluso la persona menos sensible a la música difícilmente lograría resistirlo.»

En toda una época, la mujer es sustituida por las blancas voces infantiles; ahora, por las seductoras ambigüedades de los castrati. ¿Se habrá pensado que la voz de la mujer por ser demasiado parecida a la del ángel era lo menos apropiado, a causa de su cuerpo nunca del todo «castrado»?

Las homonimias entre la voz de la mujer y la del ángel acaso residen en que sus nombres carecen de un lugar fijo —de un sentido— en cada lengua: cada estilo los despliega a una nueva escucha por la cual no son ceniza volátil.

¿Qué ocurre hoy —dejo flotando la pregunta— con la vox celesti de los ángeles, luego de la polifonía, la complicación de lo agudo y lo grave —audible en María Callas o en Laurie Anderson, o en la voz «hablada», sin alturas de sonidos fijos del Pierrot Lunaire de Arnold Schönberg, admirablemente articulados por Rosa Domínguez en la versión reciente de Gerardo Gandini—, ante la vuelta del canto gregoriano, de lo grave.

Una de las novelas que han tratado con belleza contrita el topos que concibe como un ángel a un niño no nacido, abortado o prematuramente muerto, es Tristeza y Belleza, de Yasunari Kawabata.

Oki Toshio, escritor célebre, vuelve a Tokio para reencontrar a su amante de hace veinte años, Ueno Otoko, ahora destacada pintora, que fue la inspiradora de una de sus novelas a los dieciséis años. Oki no sabe exactamente por qué va a Tokio. Tiene ese impulso. Se dice que para escuchar las campanas de fin de año directamente y no en boca de locutores, recorrer los viejos monasterios, las piedras sepulcrales y las efigies de Jizó, protectoras de los viajeros.

La novela tiende su retrospección desde el presente: Oki abandonó a la joven cuando ella iba a dar a luz a una niña, y ni siquiera contribuyó a los gastos del hospital. Otoko pierde a la criatura: no podría amar a otro hombre. Venera a Oki en medio de muchos reproches, entre ellos, su recuerdo cree descubrir ciertas humillaciones eróticas.

Oki se encuentra ahora en una nueva situación: Otoko vive con Keiko, su amante y discípula en pintura, que se promete sin consulta previa vengar a Otoko. Desde su impactante belleza, seduce primero a Oki y luego a su hijo Tachiro. Cuando Oki lo advierte, ya es tarde. Keiko se interesa de veras en el inexperimentado Tachiro: la relación es prohibida tanto por sus padres como por Otoko. Todos sospechan un desenlace dramático de esa historia, el cual finalmente se cumple: se vuelca la canoa en la que pasean por el mar. Keiko es salvada por un yate. Tachiro muere. La venganza prometida se cumple azarosamente, cuando Keiko se arrepiente, revelándole a Tachiro su seno izquierdo, que nunca se había dejado tocar por ningún hombre.

La novela suma contrapuntos estéticos: desde la historia con Otoko que Oki inmortalizó en un best-seller, al interés de Tachiro por el pasado japonés, y los intentos de Keiko por pintar, casi siempre fallidos, y que para ella son una excusa para estar próxima a Otoko.

Cuando el dramatismo inadvertido de la acción crece, Otoko decide pintar un cuadro: «Ascenso al cielo de un niño.» Planea darle una belleza distinta a la de los querubines tradicionales, que hable de la belleza de su niña muerta y que al mismo tiempo exprese la tristeza de su amor por Oki. En ese momento Keiko le pide un retrato que la represente: Otoko lo titula, antes de pintarlo, «Retrato de una Virgen», y se pregunta su no es una imagen de sí misma la que busca pintar, si no es ése el motivo por el que está unida a Keiko.

Estas obras simultáneas se proyectan en el curso de la acción. Tratan por el arte de dar una respuesta —o abrir un interrogante— a la mutua exclusión del deseo y el amor. No impiden que casi como un ángel muera el joven Tachiro, quien ante las piedras milenarias le había dicho a Keiko que hasta las tumbas son efímeras.

Ángeles. A muchos teólogos los ocupó una cuestión de privilegio: si Dios creó a los ángeles antes que a otras criaturas. No pocas herejías brotarán de este problema de origen. En el Concilio IV de Letrán se acudirá al símil del Eclesiastés: todas las cosas fueron creadas conjuntamente y no en forma separada. Se hará coincidir en la vulgata la palabra cielos con los ángeles.

Otro problema: si los ángeles separados, caídos, recibieron o no la gracia santificante antes del pecado de Adán. La ortodoxia se inclinará por la afirmativa; los herejes abundarán en los segundo: el demonio y sus secuaces cayeron en pecado antes de recibir la gracia santificante, luego, son inocentes.

Otra cuestión: si los ángeles pueden o no encarnare en alguna clase de cuerpo, o si son una sustancia etérea, invisible a los ojos humanos.

San Bernardo y Pedro Lombardo sostendrán argumentos a favor de la forma corpórea. La pura espiritualidad e invisibilidad de los ángeles será afirmada por Hugo de San Víctor.

Estas posiciones se intrincarán, predominando una u otra en lo que podemos llamar historia de los ángeles. Para Escoto, sólo en Dios  puede hallarse o concebirse hasta cierto punto una pura espiritualidad o invisibilidad. Los otros seres están formados por alguna materia: incluso los mismo ángeles. Santo Tomás polemiza con Escoto, comparando su posición a la de los filósofos árabes. En el centro del problema —arduo de desenvolver aquí— está la división de la materia signata, de la potencia y del acto. Santo Tomás concibe al hombre como un compuesto de forma y materia, de alma y cuerpo. El ángel es una sustancia simple.

Los ángeles de Santo Tomás, a diferencia de los de Escoto y los de San Buenaventura, no pueden adquirir nuevas especies inteligibles por propia actividad. En Santo Tomás el intelecto es activo y pasivo: el activo abstrae la idea de fantasma entre mente y cuerpo, y la trabaja como forma. Por eso, el inteligir de los ángeles sólo puede tener como objeto lo espiritual. Ellos no pueden tener entendimiento activo, es decir, fantasma, aunque sean objetos de fantasía. Tienen conocimiento de su ser por medio de su esencia, sin necesidad de especie inteligible. Se conocen mediante esta especie, infundida por Dios. Ahí están sus límites: por carencia de intelecto activo no pueden tener fantasías ni conocer los futuros contingentes. Al identificar el intelecto activo con el orden del discurso, Santo Tomás sitúa a los ángeles en lo puramente intuitivo.

Hace poco se ha podido ver un film de Wenders, Las Alas del Deseo, donde uno de los ángeles se atreve a volverse hombre por la tentación de una mujer que es su reversible llamado. Ambos son el prisma donde viene a generarse una historia inenarrable, la del nazismo, que hizo escribir a Paul Celan: «Ein Wort -du weisst-: eine Leiche (Strette).» Traducido: «La palabra, sabes, es un cadáver.» Estos ángeles son espectadores del mundo del espectáculo, donde el único vértigo reside en el trapecio en que se balancea la mujer.

A buen ángel, escribió Lezama Lima, mejor testigo. Lo expresa al comentar los últimos ángeles de Picasso de quien no omite color. Insiste en que los ángeles no le dan tregua al artista que acepta el desafío. Su empecinada frontis está a su altura.

En el Corán y en la épica árabe del Libro de las Batallas encontramos al ángel Gabriel —Jibril— que le aparece a Mahoma en visiones nocturnas.  La función es profética: reside en preparar a los suyos para la batalla contra el infiel, asegurándoles la victoria.  La réplica a esta figura aparece en la Chanson de Roland en la que responde al topos tradicional del mensajero que anuncia el combate. A veces puede encomendar una misión específica, que el emperador puede aprobar o no, pero a diferencia del ángel árabe no le asegura la victoria. En el Poema de Cid, Gabriel está más próximo a la tradición islámica.

Leemos en el Diario de Witold Gombrowicz: «Mis raíces se hunden en un jardín a cuya puerta permanece un ángel armado con una espada resplandeciente. No puedo penetrar en él. Nunca lograré entrar en él. estoy condenado a perpetuidad a dar vueltas en torno al sitio donde se celebra el ritual de encantamiento.»

Advertimos aquí que ese ángel trastoca su función de custodio, y pasa a ser carcelero de los orígenes del sujeto: es metáfora de un despojo cultural y un desafío a reinventarlos como origen múltiple.

Poco observados, abundan los ángeles en Nôtre Dame des Fleurs de Jean Genet, cuya osadía sexual resultará, temo, insufrible a los bien pensantes. Nôtre Dame por su sensibilidad ritual está en las antípodas de la «loca» convencional, fácilmente traducible a la generalidad del estereotipo.

 Mediante su historia, Genet urde un auto sacramental como novela. Narra su Pasión, que culminará en ejecución-crucifixión, ceremonia donde viene a reflejarse el crimen constitutivo de toda sociedad, nunca asumido en su trama filistea.

Con un erotismo que es vano juzgar: sucede en escenas de transubstanciación tránsfuga -por el semen- y los ángeles, varios, rozan los cuerpos, se pasean para interrogar por qué el ateísmo es tan poco erótico. Permiten que su autor bautice a Nôtre Dame a pie de patíbulo como «Inmaculada Concepción.»

En Pompas Fúnebres, el personaje que busca la santidad por las vías más insólitas, al palpar el sexo de Erik —soldado alemán de la ocupación— descubre que el poder que significa es más fuerte que su deseo ardiente: «La verga que yo tocaba no era sólo la de mi amante, sino la de un guerrero, un demonio, un ángel exterminador. Cometía un sacrilegio y tenía conciencia de ello. Esa verga era también el arma del ángel, su dardo. Formaba parte de esos mecanismos terribles que lo colmaban, era su arma secreta, el VI detrás del cual descansa el Führer.» Un ángel muy distinto a ese coro de serafines que en su extenso poema Le Condamné a Mort acompaña el ascenso del alma de su amigo aguillotinado, un niño melodioso «mort en moi bien avant que me tranche la hache.»

También están los ángeles en tropos de ausencia o en formas no reconocidas, que se niegan al testimonio y abren paso a la muerte.

Otro ángel planea en Dejemos hablar al viento de Juan Carlos Onetti: el artista marginal recibe un mandato —no sabe si proferido por su abominado Brausen o un ángel—, la orden de pintar un rostro que, descubierto en la muchacha vagabunda y preñada, se cubre al pintarlo de un «vaho frontal», se desvanece manteniendo un «tenaz diálogo silencioso con el enemigo invisible, con ángeles que persistían en no asomarse, en no estar.»

El cuadro finalmente se pinta y sirve para pagar el aborto de la inspiradora, y ahí es donde resuena la tradición que identifica a un ángel con un niño.

Desde otra mira, se pude decir que un ángel es un ángel si está plenamente ceñido, sujeto a la piedra. Su mejor representación será el Arca del Tabernáculo: dos radiantes jeroglíficos —dos iod de un mismo Alef— que, altaneros, cumplen su función tutelar. La transmisión de los estigmas de San Francisco de Asís recuerda el argumento de Santo Tomás en cuanto a que los ángeles son sustancias simples: cuando se les añade algo —así sea una simple coloración— cobran un cariz demoníaco.

Chesterton la ha contado como pocos: cuando el inaudito serafín se le apareció al santo como un crucifijo en llamas, San Francisco supo de ese vértigo que lo hizo danzar cabeza abajo en el campanario, y que lo llevará a entonar el Canto de las Criaturas. Valió por una revelación.

El informado, sugerente y polémico libro de Stuart Schneiderman, Pasa un Ángel, cuenta cómo los ángeles estuvieron erradicados de las formas culturales luego de la peste negra de 1350, una plaga terminal que dañó su fama de férreos custodios. A esto cabe sumar la Reforma y su desprecio por los sacramentos y la simbología católica —considerada superflua— y con ella los mismos ángeles.

Retornarán en la Contrarreforma, por ejemplo, en las Meditaciones de Gracián, que escribe en clave barroca la escena entre el ángel —al que llama Paraninfo— y María, acentuando la conturbatio: las vacilaciones de ella ante el ángel.

Vuelven en descensos reinventados por un nombre propio que ha de estar a su altura, y que en un golpe de dados afina su relación a un siempre faltante, por desplazado, objeto del deseo.

Es inevitable por eso referir a la lectura de Jacques Lacan de Santa Teresa de Bernini, que llama a descifrar algo que concierne a lo femenino: un goce más allá del falo, de su traza diferencial.

La propia santa en su «escribir a muchas manos» cuenta cómo el ángel le atravesó el corazón más de una vez, penetró en sus entrañas, la dejó ardiendo... no le dio tregua al arrrebatarla, como tampoco lo hizo el ángel que despojó a Gombrowicz de sus raíces, hasta traerlo a las orillas del Plata.

Nótese que se trata de flexiones gramaticales en el límite del sujeto. En cuanto al fantasma, cabe retomar a Santo Tomás que postula —mejor que cientos de manuales de ortopedia psicológica— que «el intelecto toma de afuera su primer inicio de conocimiento, porque no puede concebir sin un fantasma», que sitúa en su compuesto de alma y cuerpo. Este fantasma tenderá —en su lógica— a ser sojuzgado por el registro cartesiano donde la separación extrema alma-cuerpo será un conjuro para toda posición de objeto.

Un objeto que se hace presente, incluso por ausencia, cuando un ángel suscita un conflicto entre lo activo y lo pasivo, cuya medida de origen está dada por el patriarca Jacob, en su combate con el ángel del que obtiene el nombre de su pueblo: Israel, y una marca que lo constituye como íntegro, concediéndole —según Levinas— la Temimouth, la rectitud del paso.

Y así es posible continuar con el Libro de las Visiones de la iletrada pero muy pródiga en dones de lengua Ángela del Foligno —transcripta por su «secretario»— que se ve llamada a amar a los demonios hasta alcanzar esa zona mística de inanidad del deseo, donde ella misma se vuelve angélica, para entrever ese «no sé qué que no tiene nombre en ninguna lengua», donde la mujer y el ángel resuenan en una zona innombrable.

Con las reminiscentes criaturas de Rafael Alberti —«¡Nostalgia de los arcángeles! Yo era... miradme»— o los ángeles que para Hopkins existían antes del mundo junto a su flor primera. Muy distintos de esos ángeles saboteadores de Sinesio de Rodas del Fabulario de Juan José Arreolas.

O escuchar esos tres ángeles callejeros e inadvertidos de la canción de Bob Dylan.

Enrostrar por una vez ese «ángel de Dios» del relato de Melville, Billy Budd, nombre de una segunda llegada adánica frente a la locura más peligrosa porque no se distingue de la cordura, y emerge de pronto para mostrar cómo la belleza injustificada tiene que ser destruida.

Es el mal injustificado, realizado paradojalmente en nombre del Bien absoluto, que identifica al otro como el Mal en persona: ese misterio de la iniquidad que anticipa el actual reino de los crímenes en serie, por parte de los hombres que llevan el templo consigo.

En su Introduction a l'Apocalypse de 1946, Paul Claudel, citando a San Juan, comenzará evocando a «todos los inocentes inmolados desde la creación del mundo», las «miríadas de torturados y masacrados», en referencia a las matanzas nazis de Polonia y Turingia, prefiguradas en la Bestia.

El «¿hasta cuándo, Señor?» encuentra su respuesta en el séptimo ángel, que aparece en ese lugar donde no hay más tiempo ni sucesión, y donde puede escucharse un verbo que habita las síncopas de su poesía.

Escribe en La Maison Fermée de 1908: «Mais dejá l'Ange aux paupieres baisees se dirige vers le peuple défunt avec le vase d'or qu'il a pris sur l'autel.»

El ángel puede ser sinónimo de catástrofe pero también de creación de tiempo. En 1940, en su texto —que será testamento— Uber den Begriff der Geschichte (Sobre el Concepto de Historia), Walter Benjamin en vía mesiánica va a jugar su escrito entre dos tiempos, el presente —olam hazeb— y el tiempo por venir —olam haba—, marcado por la recurrente catástrofe. Benjamin está situado ante el advenimiento de una demencial pero razonada voluntad de curar, que intenta «matar» la segunda muerte, la del alma, y de la cual el materialismo no puede dar ni remota cuenta: demasiado ocupado como está ante la catástrofe de  las matanzas del estalinismo.

En lo estrictamente político, Benjamin llega a entrever en el Programa del Gotha los gérmenes que luego aflorarán en el fascismo. En lo histórico responde al aplastamiento de la revolución en Alemania, algo de lo cual la izquierda nunca se recuperó ya que no tuvo líderes como Rosa Luxemburgo, crítica del estado total postulado por Lenin. Se resiste a reducir la Erlösung, la redención, al trabajo, y desliza objeciones al optimismo acrítico de la socialdemocracia: «La chance del fascismo no consiste en última instancia sino en que sus opositores consideran al progreso una norma histórica.» Esto no significa leerlo al revés, es decir, desde un reverso leninista que hizo de la socialdemocracia una bestia negra que arrasó toda posiblidad de democracia y empujó al marxismo a dictaduras de partido único.

El concepto hegeliano-marxista-leninista de historia no puede constituir un potencial de historia y más que «desconstruirse» cabe desintegrarlo, porque cuando estuvo integrado generó el totalitarismo más criminal del siglo veinte junto al nazismo, que Benjamin sospecha en sus diario sobre Moscú. No sabremos que historia habrá de despuntar como un angelus novus —efecto Klee— de las ruinas acumulativas del progreso indefinido: por ahora sólo atisbamos una voluntad de negacionismo que sólo apunta perversamente a servir al goce del Otro —el viejo y renovado estanilismo— para reconstruir la utopía de ese Otro como tal.

Una chispa de esperanza —Funken der Hoffnung— se enciende, y quien lea como ángeles los circulares mensajeros de El Castillo de Kafka vislumbra esa Rettung der Vergangenheit —la salvación del pasado— y sus usos respecto de las alegorías que exceden la modernidad.

Es el lapso de un tercer tiempo que no viene sin su virgen —la Shejinah, a la vez madre, esposa e hija de Dios—. Su ángel, lejos de la función de guía que se le aparece a Moisés en medio del fuego, o de obstáculo para el paso de Balaam, para que Dios hable en boca de su asna, es un testigo sin mensaje cruzado por diversas líneas de tiempo. Planea sin posarse en torno del presente (el Jetztseit), y puede —arriesgo— leerse como salida de los relatos de los fines: la lógica lineal, concentracionaria de los totalitarismos —que derivaron en la irrealidad de la muerte y de los campos— ayer, y hoy de los fundamentalismos, restauradores de las guerras de religión: desde una lengua única del odio.

«Carta» que llega a su destino histórico siempre demasiado tarde, pero que se suspende en la lectura por hacer de los Namenlose, los faltos de nombre y sus capítulos anónimos.

Ángel: agujero en el tiempo -conjeturo- que reabre un nombre en la memoria. Criatura sin nombre que desde Jacob permite renovar los nombres como estigmas, colores, transmutaciones.

Por ser el mejor testigo, un ángel nunca es seguro. Por ser por excelencia el mensajero, es posible que el mensaje llegue en forma invertida y el mensajero sea el mensaje mismo: una catástrofe para la cual no cuenta la terateia de los griegos y sólo se descifra con posterioridad en intrerpretaciones contrapuestas.

Parábola: la postmodernidad estaría discutiendo efectos anunciados hace siglos por los ángeles creyendo haber superado la cuestión del sexo de los mismos, una de las más capitales que se ha formulado...

Angel. Puede ser ese viejo con alas que aguarda en un sueño de Kafka a término de la ciudad interdicta. O llegar en vías de metamorfosis como  en el cómico apocalipsis de Apollinaire, que escribe: «Un aigle descendit de ce ciel blanc d'archanges.»

Imagen admirable,  ante la cual enfundo las alas que no tengo, y pongo un punto que no será definitivo: tampoco para los ángeles habrá solución final.




* Artículo publicado originalmente en la revista Tokonoma, Nº 2, [Buenos Aires 1994]. Reproducido con el permiso del autor. 

** Los datos biobibliográficos del autor puede el lector interesado consultarlos en nuestro posteo del día 6 de marzo de 2009.

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